Las fiestas y ritos que se repiten cada año ofrecen la posibilidad de saber más o menos qué es lo
que va a pasar: al fin y al cabo los seres humanos somos animales de costumbres. Pero, al mismo
tiempo –eso es quizás lo particular de la fiesta de la Navidad y la de todo nacimiento–, nos abren a
una novedad siempre inédita.
La irrupción de Jesús de Nazareth en la historia es un acontecimiento a la vez repetitivo, común y
corriente, nada de extraordinario: un niño nació y lo envolvieron en pañales, y su mamá y su papá
lo recibieron con alegría. Pero, al mismo tiempo, es un hecho totalmente asombroso y
desbordante de gracia, tanto como para marcar una nueva era: en Jesús, Dios camina con
nosotros y nos muestra un camino para alcanzar la plenitud de lo que significa ser humanos.
Esta fiesta que nos disponemos a celebrar es ocasión de hacer balances mirando el pasado y
alumbrar nuevas esperanzas, explicitando los buenos deseos que tenemos para el futuro.
En el Hogar de Cristo hemos estado haciendo este ejercicio todo este 2024 con motivo de nuestros
80 años de historia. Todo comenzó en un encuentro que transformó la vida y la mirada del padre
Hurtado: desde entonces ya nada fue como antes. Con el fuego de una experiencia epifánica,
cautivó y convocó a muchísimas personas para construirle un Hogar al mismo Cristo. El pesebre en
la historia va tomando distintas formas: alero, ruco, albergue, hospedería, casa. Lo que no debiera
cambiar es el modo cariñoso y acogedor de acompañar, abrazar y contener.
Estos 80 años de historia, desde 1944, nos han llevado a levantar la mirada al modo como en Chile
hemos ido progresando en materia de reducción de la pobreza. Si en esos años campeaba la
desnutrición, hoy predomina la obesidad. Si entonces la esperanza de vida era en promedio 50
años, hoy supera los 80. Si antaño quienes vivían bajo el índice de pobreza superaban por mucho a
la mitad de la población, hoy bordea el 8 por ciento. Si las mujeres tenían muchos hijos, y un buen
número de ellos no llegaban a la edad adulta, hoy la tasa de natalidad no garantiza nuestra
supervivencia, estamos envejeciendo sostenidamente. Si entonces los migrantes que atestaban las
ciudades venían del campo o las salitreras, hoy vienen desde otros países de América Latina. Si
apenas había instituciones públicas y el analfabetismo campeaba, hoy tenemos una orgánica
robusta y nunca tantos jóvenes tienen acceso a la educación superior, aunque muchos aún no
entiendan lo que leen. Entonces no había cobertura escolar ni establecimientos educacionales
para todos, hoy hay cientos de miles expulsados del sistema escolar, pero no por falta de colegios,
sino de motivación para asistir o de rezago en sus conocimientos.
Es bien claro que no bastan las respuestas del ayer para los problemas y desafíos de hoy.
Pidamos en esta Navidad, para todos quienes vivimos en Chile, se nos regalen dos actitudes: en
primer lugar, la de la empatía. Que nos pongamos en los zapatos de los demás, particularmente
los más pobres entre nosotros, y podamos preguntarnos cómo nos gustaría ser tratados si
estuviéramos en su lugar, y actuemos en consecuencia. Y, en segundo lugar, la de la esperanza. En
tiempos violentos, confusos, llenos de miedo y desconfianza por todas partes, mantengamos viva
la esperanza en el ser humano, en que seremos capaces de organizarnos y ponernos de acuerdo
para atender colectivamente las necesidades que solo pueden ser aliviadas en conjunto. Basta de
indiferencia. Basta de pesimismo. Esas actitudes no conducen a ninguna parte.
En esta Navidad, ¿qué otro regalo necesitamos pedir?
José Francisco Yuraszeck Krebs, S.J.
Capellán General del Hogar de Cristo